Fotografía: Félix Ingaruca
En medio del jardín del Centro Penitenciario de Lima, atrapado en una
jaula, como un animal, estaba Jorge Villanueva, al que todos llamarían
el 'Mounstruo de Armendáriz'; un hombre que sorprendió a los limeños en
1954, tras ser acusado de violar y matar a un niño de tres años en una
quebrada de Miraflores.
En ese entonces, Eduardo Moll era aún un veinteañero que había
iniciado un proyecto un tanto atrevido en aquella cárcel. Enseñaba
pintura a los reclusos y no contento con eso había convencido al
director de la penintenciaría para que, además, se realizaran conciertos
de música clásica.
Aquella vez, Moll vio a Villanueva en medio del panóptico -terreno que
hoy ocupan el hotel Sheraton y el centro comercial Real Plaza en el
Cercado- se acercó con cierta piedad y le dijo: “Hoy en la noche habrá
un concierto de la Orquesta Sinfónica. ¿No querrá usted ir?”. Villanueva
le respondió que no. Le quedaban pocos días de vida pues había sido
condenado a pena de muerte. Era 1957. “Me invitaron al fusilamiento. No
asistí”, dice Eduardo Moll que ahora tiene 85 años y está rodeado por
las pinturas de su galería de arte en Miraflores.
Moll rememora al 'Monstruo de Armendáriz' para hablar de un capítulo
de su vida por el que se hizo muy famoso en los cincuenta. Fue el
creador de la Escuela de Arte de la Penitenciaría de Lima. Él fue uno de
los primeros al que se le escuchó hablar de aquella teoría que la
mayoría toma por imposible: reeducar a los delincuentes a través del
arte.
El arte libera. Usted se olvida de todo cuando dibuja o pinta un retrato o un paisaje.
¿Y se puede olvidar un crimen?
Yo trataba a mis alumnos como cualquier estudiante de artes plásticas.
Jamás les pregunté sobre sus crímenes, porque consideraba que era una
falta de respeto. Eso sí, a veces me decían: “Ojalá, profe, usted pueda
saltar aquel minuto fatal que yo no pude saltar, por el que estoy aquí”.
"ERAN COMO MI FAMILIA"
La vida del pintor Eduardo Moll Wagner está resumida en voluminosos
cuadernos clasificados. En ellos ha pegado todos los recortes de
periódicos en los que se habló de su carrera de pintor y figuran además
sus innumerables columnas como crítico de arte.
Moll es uno de los pintores más notables del país. Las reseñas lo
citan como el pionero del Pop Art. Y desde su primera exposición, en
1952, su producción artística no ha parado. Esta semana inauguró su
última exposición en una galería sanisidrina a la que llamó
'Remembranzas' y en la que se destacan sus composiciones abstractas.
Su propia galería, instalada en la cuadra 11 de la avenida Larco,
Miraflores, es la segunda más antigua de Lima. En ella se exhiben los
cuadros de cotizados pintores. Entre ellos resalta uno del joven artista
José Luis Carranza, a quien Moll descubrió cuando era un colegial:
“Vino a pedirme que viera un cuadrito suyo exhibido en un bar de
Barranco. Lo vi. Le dije que vaya a estudiar a Bellas Artes”.
Moll cuenta que decidió enseñar a pintar a los reos del Panóptico tras
un robo que sufrió en París y que lo dejó postrado en cama por varias
semanas.
“Me pregunté, ¿qué puedo hacer para castigar a los delincuentes? Pues
enseñarles a pintar”, se responde Moll arrastrando la erre. Es el
vestigio que le queda de su origen alemán, pues el pintor nació en
Leipzig y sus padres lo trajeron a Perú a los 9 años.
A la gran penitenciaría de Lima, conocida como el Panóptico, se
entraba por una puerta de bronce que miraba al Palacio de Justicia. Las
paredes que rodeaban la cárcel eran inmensas, medían 12 metros de altura
y estaban pintadas de rojo. Moll pasó por esa puerta cuando le planteó
su plan al director de aquel penal. Sin tanto papeleo le dijeron que
sí, que daría clases de arte a los reos tres veces por semana.
“Pasé seis años entrando y saliendo. Ellos eran como mi familia”, dice
Moll y recuerda con gracia la bodega del preso Mamoru Shimizu, un
militar japonés que había matado a siete parientes suyos. “Y fíjese, lo
veía afeitar al director del penal con una navaja, tranquilo, sin
ninguna mala intención”.
Lima era aún una ciudad de pocos habitantes. Y por lo tanto su
principal penal tenía poco reos. No habían más de 500 en el Panóptico y
cada uno dormía en una celda, y ocupaban su tiempo en talleres de
cerámica o armando sobres de telegramas. “El penal tenía diez clubes
deportivos, de fulbito, vóley, básquet menos de tiro, claro”.
Se presentaron quince a su clase de arte de los cuales quedaron diez.
Moll se abastecía de bastidores que él mismo fabricaba a base de tocuyo
templado con agua de cola y tiza molida.
Me decía que jamás habló con sus alumnos sobre sus crímenes...
Me informaba previamente por los guardias. Sabía que fulano de tal
estaba acá porque encontró a su esposa con un tipo y que había sido
condenado a 20 años por matarla o cosas por el estilo.
El mejor alumno de su clase estaba condenado a veinte años por haber
asesinado a su hijo. Moll llegó a apreciar tanto su talento con el
pincel que cuando lo trasladaron al Sepa, a aquella colonia de reos que
quedaba en medio de la selva de Ucayali, él mismo fue a pedir su
retorno al ministro de justicia de ese entonces. La última noticia que
tuvo de él fue que tras cumplir su pena se convirtió en un gran
diseñador de interiores.
SENSIBILIDAD DEL CRUEL
Los titulares llamaron la atención: “Plan para convertir a reos en
artistas”, así encabezó el diario Última Hora en 1957 una nota sobre la
primera exposición-venta de la Escuela de Arte del Centro Penitenciario.
Sería la primera de cuatro. Casi todos los cuadros encontraron
compradores. Algunos fueron adquiridos por el director de la
Penitenciaría y por el entonces presidente de la cámara de diputados.
Los reos habían aprendido de forma eficaz todo lo que se debe saber
para pintar: el dibujo de bodegones, las técnicas del carboncillo, las
témperas y el óleo. “Claro, nunca les llevé un desnudo porque se me iban
encima”, bromea Moll, mientras muestra la reproducción de la pintura de
uno de sus alumnos. Es una vista panorámica de la Plaza San Martín.
Parecía que Moll quería despertar a toda costa la sensibilidad de sus
alumnos, porque además de las clases de pintura organizó conciertos de
la Orquesta Sinfónica Nacional dentro del penal.
¿Qué sensibilidad tendría alguien que ha matado a sangre fría?, le pregunto.
Para ser criminal o delincuente hay que tener mucha sensibilidad o,
¿usted cree que es fácil matar a alguien? Yo intentaba cambiar esa
sensibilidad negativa y convertirla en positiva a través del arte o
simplemente escuchando El Cascanueces.
La aventura del pintor Moll en el 'Panóptico' terminó en 1962. Al año
siguiente organizó una nueva escuela de pintura en el Reformatorio de
Menores de Maranga. Se encontró con niños y adolescentes que ya habían
perdido la inocencia en el submundo del delito: “Pluto, un reo de 18
años, ya había matado a cuatro”, dice el pintor. “No es muy simple
encontrarse con una mano que agarra un lápiz y que tres meses antes ha
ahorcado a una persona”. Cinco décadas después, el pintor se ha
embarcado en otra empresa. Dicta clases de pintura a invidentes en el
local de la Unión Nacional de Ciegos de la Plaza San Martín. Sólo tiene
dos alumnos.
FUENTE
http://larepublica.pe/impresa/ocio-y-cultura/2274-moll-y-los-demonios-del-panoptico?__scoop_post=2966a590-026a-11e5-ebb2-842b2b775358&__scoop_topic=618184#__scoop_post=2966a590-026a-11e5-ebb2-842b2b775358&__scoop_topic=618184